sábado, 7 de marzo de 2020

LA NOVELA DE LA MEMORIA de José Manuel Caballero Bonald - Ingenio, agudeza, filigrana verbal y mala uva a todo trapo.- Valoración 9/10

928 páginas
Editor: Seix Barral (4 de febrero de 2010)
Colección: Biblioteca Breve

Ya hace muchos años que no leo nada por aquello de la insatisfacción del deber cumplido. Tampoco espero que una obra autobiográfica sea verdadera, me conformo con que no sea una justificación descarada de la mentira.
Creo que una reseña consiste en explicar de qué va el libro, si le gusta o no al reseñante y el por qué. Cada vez intento alejarme más de la teoría, ya sea literaria, histórica, filosófica, jurídica, etc., pues estoy convencido que la teoría siempre va a remolque de los hechos, los sucesos o las historias, y tiende más a espesar que a ayudar a entender. Por eso, ante un pedazo de memorias literarias como el que acabo de leer, no voy a entrar en teorías de la “narrativa del yo”, las traiciones de la memoria y otros pasatiempos académicos.

José Manuel Caballero Bonald (CB) es un poeta y novelista de la llamada generación del 50, de los García Hortelano, Gil de Biedma, Sánchez Ferlosio, Carlos Barral, Ángel González, Ferrater, Goytisolo, Alfonso Grosso, Juan Marsé… Fue un grupo muy heterogéneo de poetas, novelistas o las dos cosas. Yo leí a algunos de ellos en los años 70-80, solo novela (nunca he leído poesía). Me gustaron García Hortelano por la frescura de sus diálogos y su ingenio en general; Juan Marsé por la vivacidad y cercanía de sus cuadros sociales, y poco más. Las novelas de Alfonso Grosso y del mismo Caballero Bonald, de un barroco muy denso, me eran ajenas por los temas y casi indescifrables por el lenguaje. Señas de identidad y Don Julián, de Juan Goytisolo, publicadas de manera casi clandestina por una editorial mexicana, y por eso de lectura obligatoria, eran muy experimentales, duras de roer, de las de romperse la cabeza. Con sus memorias, Coto vedado y En los reinos de Taifa, pasa otro tanto: estilo tupido, rápido, cambios de ritmo, de punto de vista, saltos temporales…, carne de tesis de fin de carrera más que regocijo de paciente lector. Puede que vuelva a intentarlo. ¡Ah, sí! Me queda algo que decir de Sánchez Ferlosio, esa especie de Cioran madrileño embriagado de hipotaxis (subordinación sintáctica) y de un espíritu de contradicción casi universal, cuyos cuatro tomos de ensayos reunidos he descubierto recientemente. A Ferlosio hay que darle de comer a parte. Esos ensayos son un enorme baúl de las mil y una noches, y rebuscar en ellos, una cura contra el aburrimiento.

La novela de la memoria reúne, en un suculento volumen de casi mil páginas, las dos primeras entregas, Tiempo de guerras perdidas (1995), La costumbre de vivir (2001), más Olvidos aplazados, un colofón añadido en este volumen unificado. Habla de los lugares donde vivió o viajó: Jerez, Cádiz, Madrid, Mallorca, Colombia, Barcelona; de la gente que trató -sobre todo escritores-; cuenta anécdotas, pequeñas aventuras, episodios de su discreta participación en la lucha antifranquista. Mallorca fue importante para CB; allí conoció a su mujer Pepa Ramis, trabajó con Cela en los Papeles de Son Armadans y, por lo que se deduce, tuvo un affaire con Charo, la primera mujer de Cela. Son unas memorias escurridizas en lo personal, displicentes y a menudo crueles en los retratos de contemporáneos y que, con pocas excepciones, rezuman indiferencia y menosprecio por la obra de casi todos sus compañeros de pluma con excepción de algún poeta, un fantástico (Cunqueiro) y un par de barrocos (Lezama y Carpentier).
La sociedad que retrata es sórdida, mezquina y mohosa; un mar de caspa donde conviven los corifeos de la cruzada nacionalcatólica gritando su literatura de proclama, con los incómodos que boquean, como el calamar, poesía de evasión o novela neorrealista, social, formalista o existencial que reflejaban la miseria material y moral de la posguerra, esquivando la denuncia política para evitar el mordisco de la censura o los grilletes de la policía política. CB se codea con cuatro generaciones: la del 98, la del 27, el 50 y el 68; de las más jóvenes tiene poco que decir. Con los supervivientes del 98 (Baroja, Azorín…), ya decrépitos, poco había que compartir; lo que si comparte con los demás, a partir del 27, es la afición general por las correrías nocturnas entre vapores etílicos, volutas de humo y prosa estilizada, con parada final en inmundos prostíbulos.

¿Comprensión o compasión por sus coetáneos? Ninguna. Ahí van algunos ejemplos:
Aquí despacha a tres de una tacada: “Ricardo Molina era algo espeso de trato, un poco socarrón y monocorde; Julio Aumente y Miguel del Moral parecían, cada uno a su aire, miembros de una sociedad secreta juramentados para soliviantar a bienpensantes, y Juan Bernier no hacía más que divagar por unos circunloquios mentales ligeramente perversos.”
Max Aub es un “feo modélico”.
Bergamín, “ya un poco póstumo, como él decía”, “tenía algo de retrato inacabado y era un feo de frente y de perfil.”
Milan Kundera: “toda esa quincalla ideológico-sentimental”.
A Pablo Neruda lo ve con “una cierta propensión a la abulia estacionaria del rumiante”
De Vicente Aleixandre dice (en otro lado, creo que en Examen de ingenios, da igual): “Enfermo ficticio o paciente estabilizado (..) Nos recibió sentado en una butaca de orejas, como doblado en varios pliegues.”
Aquí, define una inclinación incestuosa:
“La prima Leonor, a quien es muy posible que amara entonces con esa subrepticia redundancia sensitiva propia de la consanguinidad.”
Podría seguir citando y llenando páginas, pero lo dejo para que el lector pueda disfrutarlo por sí mismo.

Según recuerdo del bachillerato y me confirma la Wikipedia, el conceptismo y el culteranismo tienen su origen en el siglo XVII español; el primero busca la agudeza (Quevedo) y el segundo el ornato (Góngora). La compresión de significados en el menor número posible de palabras – el conceptismo -, es un recurso que practican, en mayor o menor medida, muchos escritores; la gracia está en cómo se dosifica y combina. Si esa compresión es muy densa y abigarrada, el texto resulta ilegible sin respiración asistida y la ayuda de un diccionario; la pesadilla de cualquier estudiante en una prueba de acceso a la universidad. El estilo de CB es un coctel de conceptismo barroco español y surrealismo francés, rociado de tremendismo celiano y adobado con una especie de mala leche distante pero implacable. No es un estilo de flujo tranquilo y natural, pero el recurso continuo al ingenio -la luminosa sorpresa a la vuelta de cada frase-, es una gran recompensa para el lector aquejado de lexicofilia (acabo de inventarme el palabro y me extraña que no exista). Si me sobra algo, es cierta afición de CB por resucitar palabras en desuso, anacronismos de tinte castizo que compensa con expresiones populares como la “paja brava” con que le obsequió una media novia.

A CB le van los retratos rotundos, los juicios categóricos, los rodeos intencionados, las anécdotas tabernarias, los chismes y las pequeñas reyertas literarias. A JE, que soy yo, también. 
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