928 páginas
Editor: Seix Barral (4 de febrero de 2010)
Colección: Biblioteca Breve
Ya hace muchos años que no leo nada por aquello de la
insatisfacción del deber cumplido. Tampoco espero que una obra autobiográfica
sea verdadera, me conformo con que no sea una justificación descarada de la
mentira.
Creo que una reseña consiste en explicar de qué va el libro,
si le gusta o no al reseñante y el por qué. Cada vez intento alejarme más de la
teoría, ya sea literaria, histórica, filosófica, jurídica, etc., pues estoy
convencido que la teoría siempre va a remolque de los hechos, los sucesos o las
historias, y tiende más a espesar que a ayudar a entender. Por eso, ante un
pedazo de memorias literarias como el que acabo de leer, no voy a entrar en teorías
de la “narrativa del yo”, las traiciones de la memoria y otros pasatiempos
académicos.
José Manuel Caballero Bonald (CB) es un poeta y
novelista de la llamada generación del 50, de los García Hortelano, Gil de
Biedma, Sánchez Ferlosio, Carlos Barral, Ángel González, Ferrater, Goytisolo,
Alfonso Grosso, Juan Marsé… Fue un grupo muy heterogéneo de poetas, novelistas
o las dos cosas. Yo leí a algunos de ellos en los años 70-80, solo novela
(nunca he leído poesía). Me gustaron García Hortelano por la frescura de sus
diálogos y su ingenio en general; Juan Marsé por la vivacidad y cercanía de sus
cuadros sociales, y poco más. Las novelas de Alfonso Grosso y del mismo
Caballero Bonald, de un barroco muy denso, me eran ajenas por los temas y casi indescifrables
por el lenguaje. Señas de identidad y Don Julián, de Juan
Goytisolo, publicadas de manera casi clandestina por una editorial mexicana, y
por eso de lectura obligatoria, eran muy experimentales, duras de roer, de las de
romperse la cabeza. Con sus memorias, Coto vedado y En los reinos de
Taifa, pasa otro tanto: estilo tupido, rápido, cambios de ritmo, de punto
de vista, saltos temporales…, carne de tesis de fin de carrera más que regocijo
de paciente lector. Puede que vuelva a intentarlo. ¡Ah, sí! Me queda algo que
decir de Sánchez Ferlosio, esa especie de Cioran madrileño embriagado de
hipotaxis (subordinación sintáctica) y de un espíritu de contradicción casi
universal, cuyos cuatro tomos de ensayos reunidos he descubierto recientemente.
A Ferlosio hay que darle de comer a parte. Esos ensayos son un enorme baúl de
las mil y una noches, y rebuscar en ellos, una cura contra el aburrimiento.
La novela de la memoria reúne, en un suculento
volumen de casi mil páginas, las dos primeras entregas, Tiempo de guerras
perdidas (1995), La costumbre de vivir (2001), más Olvidos
aplazados, un colofón añadido en este volumen unificado. Habla de los
lugares donde vivió o viajó: Jerez, Cádiz, Madrid, Mallorca, Colombia,
Barcelona; de la gente que trató -sobre todo escritores-; cuenta anécdotas,
pequeñas aventuras, episodios de su discreta participación en la lucha
antifranquista. Mallorca fue importante para CB; allí conoció a su mujer Pepa
Ramis, trabajó con Cela en los Papeles de Son Armadans y, por lo que se
deduce, tuvo un affaire con Charo, la primera mujer de Cela. Son unas memorias
escurridizas en lo personal, displicentes y a menudo crueles en los retratos de
contemporáneos y que, con pocas excepciones, rezuman indiferencia y menosprecio
por la obra de casi todos sus compañeros de pluma con excepción de algún poeta,
un fantástico (Cunqueiro) y un par de barrocos (Lezama y Carpentier).
La sociedad que retrata es sórdida, mezquina y mohosa; un
mar de caspa donde conviven los corifeos de la cruzada nacionalcatólica
gritando su literatura de proclama, con los incómodos que boquean, como el
calamar, poesía de evasión o novela neorrealista, social, formalista o
existencial que reflejaban la miseria material y moral de la posguerra,
esquivando la denuncia política para evitar el mordisco de la censura o los
grilletes de la policía política. CB se codea con cuatro generaciones: la del
98, la del 27, el 50 y el 68; de las más jóvenes tiene poco que decir. Con los
supervivientes del 98 (Baroja, Azorín…), ya decrépitos, poco había que
compartir; lo que si comparte con los demás, a partir del 27, es la afición general
por las correrías nocturnas entre vapores etílicos, volutas de humo y prosa
estilizada, con parada final en inmundos prostíbulos.
¿Comprensión o compasión por sus coetáneos? Ninguna. Ahí van
algunos ejemplos:
Aquí despacha a tres de una tacada: “Ricardo Molina era algo
espeso de trato, un poco socarrón y monocorde; Julio Aumente y Miguel del Moral
parecían, cada uno a su aire, miembros de una sociedad secreta juramentados
para soliviantar a bienpensantes, y Juan Bernier no hacía más que divagar por
unos circunloquios mentales ligeramente perversos.”
Max Aub es un “feo modélico”.
Bergamín, “ya un poco póstumo, como él decía”, “tenía algo
de retrato inacabado y era un feo de frente y de perfil.”
Milan Kundera: “toda esa quincalla ideológico-sentimental”.
A Pablo Neruda lo ve con “una cierta propensión a la abulia
estacionaria del rumiante”
De Vicente Aleixandre dice (en otro lado, creo que en Examen
de ingenios, da igual): “Enfermo ficticio o paciente estabilizado (..) Nos
recibió sentado en una butaca de orejas, como doblado en varios pliegues.”
Aquí, define una inclinación incestuosa:
“La prima Leonor, a quien es muy posible que amara entonces
con esa subrepticia redundancia sensitiva propia de la consanguinidad.”
Podría seguir citando y llenando páginas, pero lo dejo para
que el lector pueda disfrutarlo por sí mismo.
Según recuerdo del bachillerato y me confirma la Wikipedia,
el conceptismo y el culteranismo tienen su origen en el siglo XVII español; el
primero busca la agudeza (Quevedo) y el segundo el ornato (Góngora). La
compresión de significados en el menor número posible de palabras – el
conceptismo -, es un recurso que practican, en mayor o menor medida, muchos
escritores; la gracia está en cómo se dosifica y combina. Si esa compresión es
muy densa y abigarrada, el texto resulta ilegible sin respiración asistida y la
ayuda de un diccionario; la pesadilla de cualquier estudiante en una prueba de
acceso a la universidad. El estilo de CB es un coctel de conceptismo barroco
español y surrealismo francés, rociado de tremendismo celiano y adobado con una
especie de mala leche distante pero implacable. No es un estilo de flujo
tranquilo y natural, pero el recurso continuo al ingenio -la luminosa sorpresa
a la vuelta de cada frase-, es una gran recompensa para el lector aquejado de
lexicofilia (acabo de inventarme el palabro y me extraña que no exista). Si me
sobra algo, es cierta afición de CB por resucitar palabras en desuso,
anacronismos de tinte castizo que compensa con expresiones populares como la
“paja brava” con que le obsequió una media novia.
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