Título originalOld Devils
TraductorCésar Armando Gómez
Páginas448
IdiomaEspañol
Publicación1986 (2011)
EditorialEditorial Lumen
Premio Booker 1986.
“La mayor fuente de
inspiración en las cartas que Amis escribió Larkin es el problema que los dos
tenían con las mujeres. Larkin tuvo problemas para meterlas en la cama y Amis
tuvo problemas para mantenerlas alejadas. Si alguna vez hubo un adultero más salvaje
y enérgico en la literatura que Amis en sus propias cartas, no lo he conocido.
Fue la enfermedad de las vacas locas del sexo: ninguna mujer que pasó por Gran
Bretaña antes de 1976 puede estar completamente segura de que no se acostó con
él.” (1) Lo dice Michael Lewis en su reseña del 2002 en el NYT. Más adelante lo
llama “adúltero en serie”. No está mal…, para empezar. Kingsley Amis encabezó, junto
con Allan Sillitoe y otros menos conocidos, el movimiento de los “jóvenes
airados” (Angry Young Man) en la Inglaterra de los años 50, como respuesta a los
estilos experimentales de James Joyce, Virginia Woolf y D. H. Lawrence a los
que consideraba “oscuros y pretenciosos”. En “The letters of Kingsley Amis”,
que David Lodge calificó de “un gran evento literario” y no se han traducido al
castellano, despotrica contra todo bicho viviente: Keats, Shelley, Lawrence,
Henry James, Kafka, Proust, Nabokov, Joyce, Eliot, Updike, Bellow, Waugh,
Beckett, Picasso…, sin dejar títere con cabeza. A Tom Driberg le llamaba “ese
viejo soplapollas” (2). En USA no tuvo buena acogida y hoy se le conoce más por
ser el padre de Martin Amis que por su propia obra. Para mí, Kingsley Amis, ese
viejo demonio beodo y adúltero en serie es, con su discípulo David Lodge, uno
de los mejores humoristas del siglo XX. Simplemente, es incapaz de aburrir. Ni
un solo párrafo de “Los viejos demonios” servirá para demostrar lo contrario.
Nadie como el husmea en las miserias humanas, triviales, cotidianas, que nos
averguenzan y nos parecen inconfesables. Maestro sutil del diálogo, capta, como
nadie, gestos y sonidos en sus personajes que los definen mejor que sus
palabras.
Alun Weaber,
escritor mediático de medio pelo, y su esposa Rhiannon, ya sesentones, regresan
a un pueblo de Gales y se reencuentran con el grupo de amigos de juventud. De
pub en pub, de fiesta en fiesta, hablan y beben, beben y hablan. Es el regreso
de la manada al cementerio de elefantes para cotillear y revolcarse en la
charca de alcohol. Los achaques y
servidumbres de la edad son una presencia constante; las inquietudes de
Malcolm por su tráfico intestinal o las dificultades del gordo Peter para
cortarse las uñas de los pies (escena antológica al principio del capítulo 4):
“Esas uñas se habían convertido por sí mismas
en algo desproporcionado en su vida. Desgarraban los calzoncillos porque eran
afiladas y dentadas, y habían llegado a ser así porque habían crecido demasiado
y se habían roto, y las había dejado crecer porque cortarlas no era ninguna
broma. No podía hacerlo en casa porque no había forma de atrapar los fragmentos
y Muriel los encontraba, sobre todo estando descalza, y eso era algo que
lógicamente había que evitar. Tras probar con un taburete plegable en el garaje
y caerse muchas veces, se había instalado en una silla de jardín bajo el cerezo
en flor. Esto limitaba la tarea a los meses más cálidos, ya que realizarla con
el abrigo puesto quedaba descartado por el grado de inclinación que la
operación implicaba. Pero al menos podía dejar que los trozos de uña volasen
libremente, ¡y vaya si volaban!, en especial los que saltaban con un crujido de
los dedos gordos, que eran lo bastante grandes
y se movían con la suficiente velocidad para derribar un gorrión al vuelo,
aunque hasta ahora no había ocurrido.”
El deterioro físico
es el telón de fondo que irrumpe al primer plano para recordar a los personajes
que se hallan en el final de etapa. El más recurrente es el de la boca y la
dentadura:
“De nuevo sentado a la mesa del desayuno,
colocó entre sus molares izquierdos un pequeño triángulo de tostada y miel para
diabéticos y masticó suavemente pero con firmeza. No mordía nada con los
incisivos desde que, seis años atrás, perdió la funda de uno de arriba con una
loncha de salchicha de hígado, y la parte derecha de la boca era zona
prohibida, ¡qué remedio!, con un agujero entre los dientes inferiores, donde
siempre podía pegarse algo, y un curioso trozo de encía que parecía haberse
desprendido y se movía de forma desconcertante en cuanto tenía ocasión.”
“(…) por no hablar del viejo Garth Pumphrey,
quien prácticamente había presidido un improvisado simposio sobre dentaduras postizas y dado, sin que nadie se lo pidiese,
cuenta de los acontecimientos que condujeron a la colocación de la que ahora
lucía. A Peter le tembló la boca al recordarlo y se la tapó con la mano.”
Desconcierto y
frustración convertidos en misoginia:
“La mayoría de las personas cuyo matrimonio
no iba demasiado bien solían tener una idea del cómo y el porqué, pero no
sabían el cuándo”
“Los hombres tenían una esperanza de vida
menor que las mujeres, en parte, tal vez una buena parte, porque las esposas
llevaban a los maridos al infarto suministrándoles una ración diaria de
ansiedad y rabia.”
El tema de fondo es
la vida como desgaste físico y emocional. El cuerpo se deteriora, las
relaciones de pareja se vacían de sentimientos y se fosilizan en distintas
formas de status quo. Nos rendimos,
claudicamos sin saber de qué, pero seguimos forcejeando como bacterias
agitándose en el portaobjetos. Amis enfoca el microscopio, amplía o reduce la
imagen y nos muestra que la vida no es trágica ni dramática; si acaso es amarga
a causa de nuestra torpeza. Y nadie mejor dotado que Amis para mudar esa amargura
en risa. Su genio cómico está en la acumulación de detalles, la modulación del
contexto, la chispa del diálogo y el contraste de vidas juntas que, aunque ocasionalmente
se toquen, siguen siendo paralelas.
NOTAS
(1) Michael
Lewis: reseña de “The letters of Kingsley Amis” y la biografia de Richard
Bradford “The Life of Kingsley Amis”
(2) Cristopher
Hitchens: “HITCH-22 Memorias”
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