Desde que leí, hace años, la Historia de la decadencia y caída del imperio romano
de Edward Gibbon, dejé de leer novela histórica. Me dí cuenta de que la
realidad superaba la ficción y de que un buen libro de historia podía ser más
apasionante que cualquier novela. Eso, a pesar de que la única edición en
castellano eran los 8 tomos de la editorial Turner, una infame traducción de
José Mor Fuentes, del siglo XIX, en un castellano arcaico, rancio y castizo que
te dejaba aturdido. Había llegado a Gibbon gracias a la lectura de Historia de la filosofía occidental de
Bertrand Russell que lo citaba con frecuencia y, cuando comparaba las citas
perfectas de Russell con lo que estaba leyendo, me sumía en un estado de rabia
depresiva. Más adelante me hice con la edición de Robert Lafont en francés, que
ya era otra cosa, y después con la de Penguin Classics en 3 tomos. Turner
modernizó la traducción de José Mor y la reeditó en 4 tomos, más legibles pero
aún lejos de la corrección. Por fin Ediciones Atalanta, en el 2012, lo editó en
2 tomos y nueva traducción de Sánchez de León. Ésta es la que recomiendo a los
que tengan la suerte de no haber leído, todavía, la “Decadencia y caída”.
Está claro que soy un gibboniano. Su enorme obra me
impresionó por su visión panorámica y de detalle; por su peculiar estilo mezcla
de solemnidad e ironía; por su ingente conocimiento de las fuentes y el hábil
manejo que hace de ellas encajándolas en una grandiosa imagen global, desde la
muerte Marco Aurelio (180 d. C) hasta la caída de Constantinopla (1.453 d. C.).
Todo sobre un fondo de traiciones, intrigas y crímenes que dan a la obra una
poderosa fuerza dramática.
Las causas a las que Gibbon atribuyó el derrumbe del
Imperio, a mi entender, no carecen de vigencia: el debilitamiento del ejército
en manos de mercenarios bárbaros, la ingerencia de la Guardia Pretoriana
en la administración del poder, el aumento de la corrupción, o la expansión del
cristianismo y su efecto debilitante sobre la sociedad al estar más interesado
en la otra vida que en ésta.
La inclusión del cristianismo como causa de la decadencia
fue, como era de esperar, lo que levantó más polémica e hizo que la Iglesia incluyera la obra
en el Índice de Libros Prohibidos.
Gibbon fue pionero en la recopilación y uso de las fuentes
primarias: fue el primero en preguntarse sobre la intencionalidad de todas las
fuentes y en rechazar la credibilidad de los apologetas cristianos repletos de
milagros, maravillas y fantásticos martirios. Soy un ferviente defensor de las
notas a pié de página; pero, en el caso de Gibbon, leer las notas es más que
recomendable, es inexcusable: son tan suculentas o más que el texto principal.
Lástima que en las ediciones que tengo, de Turner, Robert Lafont y Penguin,
muchas están en latín (y hasta en griego). Ignoro si en la nueva edición de
Atalanta están traducidas.
“El mundo de la
antigüedad tardía” de Peter Brown
Si para Gibbon el imperio romano significaba la civilización,
y el cristianismo, uno de los culpables de su derrumbe, suponía el triunfo de
la superstición y el fanatismo, para Peter Brown, las religiones (cristianismo
e islam) marcan una feliz transición hacia una Edad Media de progreso
espiritual, político y cultural. Las tesis de Brown han creado escuela propugnando
el estudio de San Agustín, los santos, los monjes y eremitas, enlazando con la
revalorización de la Edad Media
iniciada por Le Goff.
La obra de Brown, de elevado tono literario, plantea, de
forma sintética, las diferencias evolutivas de las sociedades post romanas de
Occidente y Oriente, coronadas por la expansión del Cristianismo y el Islam,
que el entiende como un progreso en el camino de la espiritualidad.
El libro tiene dos partes. El la primera, titulada “La
revolución romana tardía”, explica a grandes trazos cómo era la sociedad romana
desde el siglo III al IV y que significó la emergencia del cristianismo. La
segunda parte, titulada “Legados divergentes” (para mí la mejor), estudia las
diferencias entre el resurgimiento de Occidente y la consolidación de Bizancio,
para terminar con la expansión del Islam.
Su dibujo de la sociedad romana es correcto pero se empieza
a advertir el sesgo en la adjetivación. Así la cultura clásica está
representada por “fanáticos
tradicionalistas romanos” y los obispos son “tozudos y valerosos”
Pronto su posición es más clara:
“Las ganancias cristianas se habían conseguido
justamente en aquella parte del mundo romano que
había resultado comparativamente indemne de los disturbios y problemas
de finales del siglo III. El silencio descendió sobre las
provincias reciamente paganas de Occidente. Por el contrario,
Siria y Asia Menor, con sus resonantes
elementos cristianos, se
mantuvieron incluso con mayor intensidad que antes como provincias de una
prosperidad aún no deslustrada y como fermento intelectual.”
El lenguaje
metafórico y oscuro no oculta sus preferencias. Hay mucho que hablar (y no
lo hace) sobre como se enriqueció la Iglesia. ¿Qué significa “sus resonantes elementos
cristianos”? ¿Fermento intelectual? ¿En que consistía la mejora sobre el
pensamiento clásico, tanto el platónico, aristotélico o epicúreo?
La gente se convertía al cristianismo porque sus dioses
paganos no resolvían su angustia existencial:
“La nueva manera, en
contraste con la anterior, apelaba directamente al centro y se alejaba de los
dioses subordinados de las creencias populares; se dirigia al Dios único
como expresión de un
poder latente e inefable”.
La expansión del cristianismo hasta el siglo III se describe
en términos de un idealismo personalista ajeno a las condiciones sociales:
“La sensación de una
«irrupción» inminente de la energía divina en el mundo interior de cada
individuo tuvo unos efectos revolucionarios.”
“Poder latente e inefable”, “energía divina”… Esto es
lenguaje teológico; por este camino no vamos a saber nada de las causas reales.
“La nueva manera”, “efectos revolucionarios”… Adjetivación muy sesgada: se asocia el cristianismo con lo nuevo y
revolucionario.
Yo creo que el cristianismo se extendió gracias a que tenía
una oferta muy potente: vida eterna después de la muerte; apoyada por la
profusión de milagros bien recibida en una sociedad crédula, por el fuerte
sentido de pertenencia por compartir la “Revelación” y por el gancho, más mundano, de la
solidaridad y ayuda mutua (caridad) entre los miembros del grupo, “un potente dispositivo de difusión que
fortalece la curiosidad (y la envidia) afuera del grupo, permitiendo así que
las barreras lingüísticas, étnicas y geográficas sean más fácilmente penetradas.”
(Dennett 2007. Nota 6)
Prefiero los hechos a las especulaciones teológicas; como Wickham
cuando dice:
“En los siglos IV y V,
la iglesia se convirtió en una estructura compleja, con quizá unos cien mil
clérigos de diversas clases (lo que superaba el número de empleados de la
administración civil) y un incremento constante de la riqueza, como resultado
de donaciones piadosas.”
Pero Brown no va por ese camino; prefiere una interminable
exaltación del pensamiento de los apologetas cristianos, omitiendo lo que no le
interesa.
Más consistente es la segunda parte “Legados divergentes” en
que revisa los caminos distintos que recorren Occidente y Bizancio y señala las
diferencias entre la expansión del Islam y el cristianismo.
Lo que opinan
algunos historiadores actuales sobre la escuela de Peter Brown.
Los más significativos historiadores actuales de la Antigüedad Tardía
(1) guardan una distancia más o menos respetuosa con Brown. Cameron dice:
“Brown es en general
mucho más entusiasta, por no decir más emotivo, a la hora de destacar los
conceptos; y es muy posible, en efecto, que por su causa «la Antigüedad tardía» se
haya convertido en un terreno exótico, poblado de monjes salvajes y vírgenes
excitadas, y dominado por el choque de religiones, mentalidades y modos de vida.”
Yo, en la obra, no he visto nada (quizás una rápida mención)
sobre monjes salvajes y vírgenes excitadas. Y lo echo en falta. En esta web
encontrareis información sobre el extravagante mundo de los monjes y los
ascetas:
Mitchell opina que los trabajos de Brown y sus continuadores
pueden cautivar pero no siempre convencen y no contribuyen a formar un cuadro
global del contexto social y cultural. Ward-Perkins es quizá el más gibboniano
en su crítica demoledora a los apologetas cristianos. En general, las opiniones
de los especialistas actuales hacia la escuela de Brown, van de una admiración
cautelosa a un distanciado “acuse de recibo”; da la sensación de que se quiere
evitar una guerra abierta como la que hay entre evolucionistas y creacionistas.
En ésta frase de Bryan Ward-Perkins, el más gibboniano de
los historiadores actuales, en La caída de Roma y el fin de la civilización, hay un lamento y, más velada,
una sospecha, por el auge del enfoque espiritual en los estudios de la Antigüedad Tardía:
“La nueva Antigüedad
tardía está fascinada con la historia de la religión. Esto, como laico que soy,
me aturde, y no me ofrezco como comentarista fiable del fenómeno. A veces me he
preguntado si es más fuerte en Estados Unidos por desempeñar hoy allí la
religión un papel mucho más central que en la mayor parte de Europa. Es un
hecho que solo en Europa se encuentran historiadores como yo, con un interés
activo en aspectos seglares de finales del mundo romano, como la historia
política, económica y militar. Por otra parte, los estudiosos que sostienen la
nueva Antigüedad tardía en Estados Unidos provienen de la intelligentsia de
ambas costas, de manera que no, no nos hallamos ante una relación estrecha con
el «Cinturón de la Biblia»18.
Suelen centrarse, de hecho, no en los aspectos más intransigentes y
fundamentalistas de la religión tardo-antigua (que eran muchos), sino más bien
en su sincretismo y flexibilidad.”
He consultado (que no leído al completo) las dos obras de
Chris Wickham mencionadas en la nota 1. Son impresionantes por la abundancia de
datos y por la maestría con que maneja las fuentes narrativas (cristianas y
paganas) y arqueológicas, para darnos tanto la visión panorámica como la de
detalle. Para los amantes del detalle, entre los que me cuento, es un festín;
muestra cientos de piezas fascinantes del puzzle y, además, sabe encajarlas
ofreciéndonos la figura completa. Se sitúa más cerca de la escuela materialista
de A. H. M. Jones (3), pero no desprecia ningún ingrediente que haga más
suculento su guiso histórico.
El problema de las
fuentes.
“Los nuevos maestros,
los que se copia, se recopia, se utiliza, difunde, lee y comenta, los autores
para quienes trabajan los monjes en sus monasterios, son los Padres de la Iglesia: Tertuliano cree
“porque es absurdo”, Origenes se castra para llegar más rápidamente al Señor,
Cipriano de Cartago descubre a Dios cortejando a una muchacha, Gregorio
Nacianceno se tiene por un cadáver que respira, Evadro el Póntico se va al
desierto huyendo de las mujeres y los obispos, Juan Crisóstomo llama a matar
paganos, Gregorio de Nisa conoce la epectasis, la verdadera (muerte durante un
orgasmo), San Agustín enseña la inexistencia de las antípodas y lloriquea a lo
largo de las Confesiones, y tantos otros… Es la buena sociedad filosófica, pero
en ella todos están disgustados con su cuerpo y con la vida. En adelante habrá
que contar con esta gente, y durante un milenio.”
Con su estilo directo y descarado, así dibuja Michel Onfray
en el segundo tomo de su interesante y provocadora Contrahistoria de la filosofía (2), El cristianismo hedonista
(2006). San Agustín “lloriquea a lo largo de las Confesiones”… Peter Brown, que
dedicó a San Agustín una elogiada y canónica biografía de 600 páginas, se estará tirando de los pelos.
Fernando Báez (4)
dice que el 60% del total de libros perdidos se debe a la voluntad humana. Yo
diría que, para éste periodo, la proporción es mayor. El número de escritos
paganos que sobreviven, comparado con las obras cristianas, es insignificante.
Mitchell explica que:
“La mayor parte de
esta nueva literatura es cristiana. Este sobrevive en cantidad prodigiosa,
incluyendo obras de hagiografía, historia de la iglesia, sermones y discusiones
teológicas, muy por encima de lo que sobrevive de la tradición pagana. Gran
parte de esta literatura cristiana es clara y descaradamente partidista en la
forma en que retrata el mundo de la antigüedad tardía.”
A diferencia de los cuatro autores consultados, Brown no
hace crítica de las fuentes. Ignoro la proporción existente, en esas fuentes,
entre la (luminosa) “elevada espiritualidad” que tanto busca Brown, y las
(oscuras) polémicas teológicas, las fantasías martirológicas y milagreras, y
las coacciones supersticiosas; pero sospecho que las oscuras se llevan la
palma. No menciona nada parecido, por ejemplo, a la cita de Wickham, sobre la
prohibición de trabajar el domingo:
“quienes trabajaban
los campos los domingos quedaban tullidos y nacían ya tullidos los hijos de las
relaciones sexuales dominicales”
Conclusión
Peter Brown es sin duda un inteligente y refinado erudito
(unos dicen que maneja 15 lenguas y otros 26) que hace 40 años agitó la
aletargada historiografía tardo-romana poniendo el foco en la narrativa
religiosa en un esfuerzo por revalorizarla. Como se comprueba en sus comentarios
bibliográficos, donde reparte elogios a todos sus colegas, es un tipo
respetuoso y poco combativo al que los historiadores de hoy pagan con la misma
moneda: interesante, valioso, estimulante, entusiasta, emotivo…pero ellos se
dedican a otra cosa.
Brown selecciona y omite hechos y citas para dar la
impresión que el cristianismo triunfó gracias a su superioridad intelectual,
espiritual y moral sobre la cultura clásica. Por ejemplo, olvida mencionar una
“cuestión menor” que señala Wickham:
“Teodosio I había
prohibido los puntales de buena parte del paganismo tradicional: el sacrificio
público y la devoción privada de imágenes. Esta legislación coercitiva se reforzó
aún más en el siglo V y Justiniano le añadió los toques finales, al prohibir
los cultos paganos e imponer el bautismo so pena de confiscación y, en
ocasiones, ejecución”. Osea, que si no te convertías perdías tus
propiedades y puede que tu vida. Sin esta “pequeña ayudita”, ¿se habría
consolidado y extendido el cristianismo?
Yo, como simple aficionado, voy a expresarme con claridad:
Brown me parece un teólogo disfrazado de historiador cultural que, como los
creacionistas, reedita conceptos retrógrados camuflados en psicología social y
presentados en forma literaria, impresionista (una pincelada por aquí, otra por
allá), metafórica y oscura. Me recuerda a un Menéndez Pelayo cruzado con Carlyle (los héroes de éste son los santos de
Brown), más sutil, que en vez de atacar de frente todo pensamiento disidente (herejías),
simplemente, omite mencionar lo que no le interesa. Y lo que no le interesa es
mucho. Al leer la Historia de los heterodoxos españoles me sentía atraído
por las herejías contra las que M. Pelayo arremetía; con el libro de Peter
Brown me ha pasado algo parecido: cuanto más se esfuerza por señalar el
progreso espiritual representado por santos, padres de la iglesia, monjes y
ascetas, más me convence de lo acertado de la crítica de Gibbon. Algo denotará
la buena acogida que han dispensado los teólogos a las obras de Brown.
Brown utiliza su lupa para extraer esos vagos y oscuros
refinamientos espirituales. Lo que yo veo es la herencia que nos dejó el
galimatías teológico de sus santos y doctores de la Iglesia: mil años de
parálisis del progreso material, guerras, persecuciones de herejes y judíos, y
estancamiento intelectual del que aún padecemos sus secuelas. No creo en el
relativismo histórico que tiende a justificar los errores explicando su lógica
interna: no lo hacemos con el nazismo o el comunismo, ¿por qué deberíamos
hacerlo con el cristianismo? Que las cosas hayan sido así no significa que no
pudieran haber sido distintas. Desde siempre ha habido otro camino, el iniciado
por Leucipo, Demcrito, Epicuro, Lucrecio… pero fue descartado porque era difícil
de instrumentalizar por el poder.
Termino con una cita de Robert G. Ingersoll extraída de un
libro de Jerry A. Coyne (5):
“Hay más de valor en
el cerebro de un hombre medio de hoy, de un maestro-mecánico, un químico, un
naturalista, un inventor, que la que había en el cerebro del mundo hace más de
cuatrocientos años.
Estas bendiciones no cayeron del cielo. Estos beneficios no cayeron de las
manos extendidas de sacerdotes. No se encontraron en las catedrales o detrás de
los altares, tampoco buscándolos con velas sagradas. No fueron descubiertos
orando con los ojos cerrados, tampoco llegaron en respuesta a la súplica
supersticiosa. Son los hijos de la libertad, los dones de la razón, la
observación y la experiencia, y por todos ellos, el hombre está en deuda con el
hombre.”
Y una invitación: leed a Edward Gibbon (7), no os arrepentiréis.
Quizá sea una de las más impactantes experiencias lectoras de vuestra vida.
NOTAS
(1) Las obras que he consultado y que creo que son las
mejores sobre la Antigüedad Tardía
son:
-
Averil Cameron: “El
mundo mediterráneo en la
Antigüedad tardía (395-600)” . (1993)
-
Stephen
Mitchell: A History of the Later Roman Empire, AD 284-641. (2015)
-
Chris Wickham: El
legado de Roma. Una Historia de Europa de 400 a 1000 (2009)
-
Chris Wickham: Una
historia nueva de la Alta
Edad Media Europa y el mundo mediterráneo, 400-800 (2005)
-
Bryan Ward-Perkins: La
caída de Roma y el fin de la civilización (2005)
(2) Michel Onfray, claro, intenso y radical. Se han
traducido al castellano 4 de los 6 libros publicados de su esclarecedora e
“incorrecta” serie sobre la filosofía no oficial:
Contrahistoria de la Filosofía
· Las sabidurías de la antigüedad. 2006
· El cristianismo hedonista 2006
· Los libertinos barrocos. 2007
· Los ultras de las luces. 2007
(3) A. H.
M. Jones: The Later Román
Empire 284— 602.
A Social, Economic and Administrative Survey (Oxford, 1964). En tres
volúmenes, no traducida al castellano.
(4) Fernando
Báez: Historia universal de la
destrucción de libros (2004)
“En esta historia de
la destrucción de libros se observará que la destrucción voluntaria ha causado
la desaparición de un sesenta por ciento de los volúmenes. El otro cuarenta por
ciento debe imputarse a factores heterogéneos, entre los cuales sobresalen los
desastres naturales (incendios, huracanes, inundaciones, terremotos, maremotos,
ciclones, monzones, etc.), accidentes (incendios, naufragios, etc.), animales
(como el gusano del libro o polilla, las ratas y los insectos), cambios
culturales (extinción de una lengua, modificación de una moda literaria) y a
causa de los mismos materiales con los cuales se ha fabricado el libro (la presencia
de ácidos en el papel del siglo XIX está destruyendo millones de obras).”
(5) Jerry
A. Coyne: Faith vs. Facts (2015)
(6) Daniel Dennett: Romper
el hechizo: la religión como fenómeno natural (2007)
(7) Edward Gibbon: Historia de la decadencia y caída del
imperio romano ( 2 vols ) Ediciones Atalanta 2012.
Aquí un pequeño ejemplo de cómo trató el tema de los
mártires:
“El docto Orígenes,
quien por su experiencia y estudios se hallaba muy enterado de la historia de
los cristianos, expresa terminantemente que era muy reducido el número de los
mártires.[1602] Basta su autoridad para aniquilar aquella formidable hueste de
mártires, cuyas reliquias, extraídas por lo más de las catacumbas de Roma, han
surtido a tantas iglesias,[1603] y cuyos peregrinos prodigios forman el asunto
de grandiosos volúmenes en las novelas sagradas.[1604] No obstante, puede
explicarse y corroborarse el general aserto de Orígenes con el testimonio
especial de su amigo Dionisio, quien, en la inmensa ciudad de Alejandría y bajo
la persecución violenta de Decio, sólo cuenta diez hombres y siete mujeres
ejecutados por estar profesando el nombre cristiano.”
Y otra perla sobre la labor propagandística de los monjes:
“Pero el origen oscuro
y equívoco de las iglesias occidentales de Europa ha sido anotado con tanta
negligencia que, si quisiéramos relatar las fechas y los pormenores de su
fundación, deberíamos suplir el silencio de la antigüedad con las leyendas que
la codicia y la superstición fueron dictando a los monjes en el ocio tenebroso de
sus conventos.[1505] De tantas novelas sagradas, tan sólo la del apóstol
Santiago, por su singular extravagancia, merece mencionarse. De ser un pacífico
pescador del lago de Jenezareth, se vio trasformado en un valeroso caballero
que capitaneaba la caballería española en sus batallas contra los moros. Los
historiadores más circunspectos celebraron sus hazañas; el sagrario milagroso
de Compostela ostentó su poderío y la espada de una orden militar; junto a los
terrores de la Inquisición,
fue suficiente para eliminar cualquier objeción de crítica profana.”