Título original Science and Politics in the Ancient World
Traductor Domingo Plácido Suárez
Páginas 254
Idioma Español
Publicación 1939 (1973)
Editorial Ayuso
Es inexplicable que un pensador tan brillante como Benjamin
Farrington no haya creado escuela ni haya dejado rastro en la historia de la
filosofía, la ciencia o la antigüedad clásica. Parece víctima del mismo olvido
voluntario que sufrieron sus filósofos preferidos, Anaximandro,
Hipócrates, Epicuro o Lucrecio.
En la Standfor Encyclopedia of Philosophy y la Rouletge Encyclopedia of Philosophy solo aparece su libro sobre Francis Bacon
Farrington, B. (1964) The Philosophy of
Francis Bacon. Tampoco se le nombra en “El giro” de Stephen Greenblatt,
ese estupendo libro que explica la recuperación de la obra de Lucrecio. No lo
menciona Matt Ridley en The Evolution of Everything: How Ideas Emerge (2015) que encabeza cada capítulo con un
cita de Lucrecio, ni Michel Onfray en su “Las sabidurías de la antigüedad”. Hay, en efecto, un inexplicable
vacío a su alrededor.
En esta apasionante obra, Farrington defiende que la
superstición popular que, en Grecia y Roma, obstaculizó el desarrollo de la
filosofía natural (ciencia), fue impulsada por los políticos y sus filósofos
para sostener el estatus quo de las oligarquías terratenientes que siempre
controlaron el estado. El análisis de la obra de filósofos y poetas “nos ayudará a distinguir entre las dos
fuentes de la antigua superstición: la ignorancia popular y el engaño
deliberado.” Explicará como se llegó del auge de la ciencia con los
filósofos jónicos del siglo VI a.d.c. a su situación de decadencia en el siglo
VI de nuestra era después de un milenio de civilización.
Comienza oponiendo el pensamiento evolucionista de Anaximandro a la concepción teológica, un milenio después,
de Cosmas Indicopleustes, que afirmaba que la tierra era una vasta llanura,
limitada por cuatro altas paredes, apoyándose en el modelo del tabernáculo de
Moisés, descrito en la
Sagrada Escritura y defendía que la fuerza motriz de los
cuerpos celestes residía en los ángeles. La obra de Cosmas, Topografía Cristiana, ha sobrevivido
entera mientras que de la de Anaxágoras
solo quedan unos fragmentos.
Los antiguos abandonaron su ciencia antes de que surgiera el
cristianismo; si la ciencia hubiera seguido progresando, el Imperio Romano no
hubiera sucumbido a los ataques de los bárbaros. Farrington sostiene que los
dos factores que más contribuyeron a la decadencia de la ciencia antigua fueron
la estructura esclavista que impidió que los filósofos naturales se “mancharan
las manos” con la experimentación, y el impulso consciente que gobiernos,
pensadores y clero, dieron a la superstición, para inculcar a las masas ideas
“saludables” y convenientes a sus interés oligárquicos, en lugar de ideas
verdaderas.
Farrington
sostiene que “el hombre no puede tener un
conocimiento adecuado de la ciencia aplicada sin una adecuada información sobre
las funciones sociales de la ciencia; y de que los obstáculos al progreso de la
ciencia pueden surgir de la estructura de la sociedad no menos que de los
errores teóricos..., o nuestra ciencia se transforma, o muere.” El buen
camino era el trazado por Leucipo, Democrito, Anaxágoras,
Epicuro, Lucrecio y los tratados hipocráticos como Los preceptos, fechado en el siglo III a.d.c. que dice:
“Estoy de acuerdo con la teoría sólo en el
caso de que esté basada en los hechos y si sus conclusiones están de acuerdo
con los fenómenos... Pero si no proviene de una clara impresión, sino de
invenciones más o menos aceptables, conduce a menudo a graves y peligrosas
consecuencias. Todos cuantos siguen este método entran en un callejón sin
salida... Las conclusiones puramente verbales que pueden ser fecundas: lo son
solamente las que se basan en hechos demostrados, ya que las afirmaciones y las
palabras son engañosas y poco dignas de confianza. Por ello, si queremos
adquirir el método verdadero e infalible que se llama ‘arte de la medicina’,
incluso al generalizar, debemos atenemos exclusivamente a los hechos, debemos
interesarnos solamente por los hechos.”
Los
obstáculos los pusieron un Píndaro o un Platón que no comprendió la naturaleza
del lenguaje e intentó sacar pruebas físicas de la etimología, fundando una
metafísica que ya para Epicuro, pero también para la mayoría de filósofos
posteriores a Bacon, es un rompecabezas, un galimatías de trucos sintácticos y,
como mucho, intelectuales, que ha acaparado las mentes más potentes de la
humanidad durante más de 2.000 años:
“Platón era sin duda un hombre de enorme
capacidad intelectual y de ricas dotes interiores, pero no estaba al mismo
nivel de los grandes hombres del siglo v, Esquilo, Hipócrates, Tucdides. En la
filosofía griega, Platón representa una reacción política a la cultura jónica,
en defensa de los ideales de una ciudad-estado basada en la esclavitud,
dividida en clases y chovinista, que ya se había convertido en un anacronismo.
Mientras sus predecesores jónicos habían purificado todo lo que debían a la
civilización del próximo Oriente de todos sus caracteres de superstición y
clericalismo, Platón tomó de los caldeos la fe en la divinidad de los astros, y
de Egipto, un método de opresión espiritual.
Sostuvo durante su vida una larga lucha
contra todo lo que había de más vivo en la cultura griega: la poesía de Homero,
la filosofía natural de Jonia, el drama de Atenas.”
Al
demoledor ataque de Farrigton a Platón sigue el que, más adelante, hace a
Cicerón como defensor de la “religión de estado”, su admiración secreta y su
menosprecio oficial a Lucrecio, que demuestran la tensión que había en su época
entre los epicúreos y la oligarquía dominante.
Proclama
la importancia de Lucrecio como divulgador de la obra de Epicuro y la dignidad
de su campaña contra los terrores de la religión:
«Tú mismo, una vez u otra, oprimido por las
terroríficas palabras de los vates, tratarás de separarte de nosotros. Y
realmente, ¡cuántos sueños pueden inventar ellos para ti, capaces de hacer
cambiar las reglas de tu vida y de turbar con el terror todos tus bienes! Y es
natural, ya que si los hombres vieran que hay un límite bien determinado para
su desventura, serían capaces de oponerse de cualquier manera a los escrúpulos
religiosos y a las amenazas de los vates. En cambio, actualmente no hay ninguna
forma, ninguna posibilidad de oponerse, dado que después de la muerte deben
temer que se les castigue con penas eternas.»
Las
élites políticas y oligárquicas siempre han temido el “caos moral” de un estado
sin religión y, en consecuencia, han alentado la ignorancia, la religión y todo
tipo de tradiciones supersticiosas útiles para controlar a las masas. Epicuro,
los atomistas, los hipocráticos y, en parte, los estoicos, ya habían
proporcionado las bases para organizar una sociedad asentada sobre los derechos
humanos y la laicidad del estado; pero hubo que esperar 2.000 años para que esa
idea empezara a tomar cuerpo en el siglo XVIII, lo mismo que ha tardado la
ciencia en hacerse con las riendas del pensamiento. Esos veinte siglos perdidos
no fueron una “etapa” necesaria en
el progreso humano. Que sucediera no significa que fuera inevitable.
Un
libro esclarecedor, claro y directo, que con una erudición casi detectivesca,
penetra en los entresijos de las tensiones que frustraron el progreso científico
en la cultura clásica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario