viernes, 11 de enero de 2019

MEMORIAS Una vida de nuestro tiempo - John Kenneth Galbraith -Penetrantes y sagaces, siempre divertidas. - Valoración 8,5/10

Título original: A life in our times (1981)
Traducción: Jose Antonio Bravo
Grijalbo (1982)
Páginas: 614

Por aquí, las decisiones de relectura funcionan así: en la biografía de Schumpeter leo algo sobre Galbraith y recuerdo sus divertidas memorias que leí hará unos 25 años. Je, je, ¡que buenas! Pienso. Y ahí queda, pero el anzuelo está echado. Al cabo de unos días, en uno de esos libros que leo en diagonal y no reseño por respeto al autor, me sonrío ante esta cita:
“En una ocasión, uno de sus seguidores le gritó: «¡Gobernador Stevenson, todas las personas razonables estamos con usted!». Adlai Stevenson replicó: «No es suficiente. Necesito tener mayoría».
El libro es “El mito del votante racional” de Bryan Caplan (muy ingenioso, por cierto) y la cita es de Scott Simon. Adlai Stevenson…, Adlai Stevenson… ¿De qué me suena? ¡Pero si fue un candidato demócrata a unas presidenciales de los años 50 en cuyas campañas colaboró Galbraith! Y el pez -yo-, ha picado. Busco las “Memorias” en mi biblioteca y nada. Prestado, perdido en un traslado…, A cada bugada es perd un llençol. Me lo pido al Bibliobús (mi Amazon particular) y me lo zampo en tres días. Pero una cosa lleva a otra y resulta que leer a Galbraith me despierta dos tentaciones: releer la biografía de Keynes, su maestro, que escribió Skidelsky y “La era de Roosevelt” la gran trilogía histórica de su amigo Arthur Schlesiger Jr. Así funciono, tirando de hilos. Unos se pierden y otros no.
JKG fue un hombre autosatisfecho, irónico y sagaz que en su larga y activa vida pública lo pasó bien y quiere que el lector lo pase bien leyendo sus memorias. Lo quiere y vaya si lo consigue. Posiblemente sean las memorias más divertidas escritas por un intelectual-político del siglo XX.
En 1945 dirigió un equipo de economistas para investigar los efectos de los bombardeos en la economía de guerra alemana. Interrogó a varios cabecillas nazis entre los que estaban Goering y Albert Speer. Su informe negaba la eficacia de los bombardeos y fue silenciado. Sobre las bombas atómicas en Japón, dice que fueron innecesarias ya que los japoneses habían decidido previamente su rendición.
Antes había colaborado con el gobierno de Roosevelt trabajando como segundo de Leon Henderson en la Oficina de Administración de Precios durante la guerra. Luego colaboró en las campañas electorales de varios candidatos demócratas: Adlai E. Stevenson, John F Kennedy i Lyndon B. Johnson. Su desacuerdo con la guerra del Vietnam lo fue apartando de la política y dispuso de más tiempo para dedicarse a escribir libros de divulgación económica.
Como economista, fue un keynesiano tocado por el escepticismo socarrón de Veblen. En sus dos obras más importantes, “La sociedad opulenta” y “El estado industrial”, puso de relieve el poder de las grandes corporaciones y de la tecnocracia sobre el mercado y la política. En su paso por “Fortune”, aprendió, de la mano de Harry Luce, a utilizar un lenguaje claro para llegar al gran público:
En los escritos sobre economía me ha ayudado mucho la convicción de que no hay en ese dominio ninguna idea que no pueda ser expresada en lenguaje común y corriente, aunque ello exija algún esfuerzo. La oscuridad que caracteriza a la prosa económica profesional no deriva de la dificultad del tema. Es consecuencia de un pensamiento no del todo madurado; o bien refleja el deseo del iniciado de elevarse por encima del vulgo; o también puede ser debida a temor de que se descubran sus insuficiencias. Para el equivocado no hay mejor defensa que carecer de lectores, o, si los tiene, que no le entiendan.”
Enseñó en Berkeley, fue a Cambridge para conocer al maestro (Keynes), con el que no coincidió. Princeton no le gustó. Enseñó en Harvard donde conoció a Tausik que “era la contrapartida norteamericana de Alfred Marshall” y que fue el mentor de Schumpeter al que Galbraith también trató y del que dice “aceptaba el capitalismo tal como es, y Io consideraba una fuerza de cambio y progreso.” La adscripción al marxismo de Paul M. Sweezy o Paul A. Baran no era obstáculo para cultivar su amistad de la que hace gala.
No se muestra muy satisfecho de su labor como profesor:
Más de una vez, los estudiantes me preguntaron muy molestos si no iba a ser la versión del texto, y no mis correcciones, lo que se pediría en el examen. Y si era así, ¿para qué confundirles con la verdad?”
Critica el elitismo político del núcleo dirigente al que llama “sacerdocio secular”:
Hay que empezar por describir una institución vital, aunque muchas veces mal comprendida, de la democracia moderna. Se trata del Sacerdocio Secular. Así como el clero religioso es el mediador entre Dios y el hombre, su contrapartida secular media entre el hombre y lo desconocido.
Existen importantes zonas de los asuntos públicos en donde la gente en general, y sus legisladores, están de acuerdo en que los problemas son tan complicados o abstrusos que nadie puede tener la esperanza de llegar a entenderlos. Así pues, hay que delegar en quienes por conocimientos, experiencia, ignorancia o petulancia han llegado a convencerse y convencer a otros de que sí los entienden. Ésos forman el sacerdocio secular. Como la perpetuación de un sentido de misterio es una fuente de poder para todo grupo sacerdotal, los miembros de éste practican con regularidad un estilo de comunicación ignoto, en donde no puede penetrar ningún profano. Las operaciones del Sistema de la Reserva Federal y las del Pentágono, como todos deberíamos temer y lamentar, y la dirección de la política exterior, son los reductos más fuertes del sacerdocio secular. En estos sectores resulta más fácil convencer de su ignorancia a la opinión pública y a sus representantes. De ahí la delegación de poder.
No es necesario, ni siquiera corriente, que los miembros del grupo sacerdotal conozcan las consecuencias finales de cualquier decisión: sea ésta una intervención o una innovación militar, el cambio de los tipos de interés del Banco central o el apoyo o no del gobierno estadounidense a algún dictador. De los demás, nadie sabe nada tampoco, y lo mismo que ocurre con la justicia celestial, les queda el consuelo de creer que alguien sabe. Una bien cultivada apariencia de seguridad por parte del grupo sacerdotal en su conjunto, combinada con la falta de introspección de cada uno de sus miembros en cuanto a las propias limitaciones, tienden a reforzar mucho la confianza del público.”
 Fue menospreciado por los ortodoxos a los que él descalificaba como irrelevantes. Desde la publicación en el 2004 de su biografía “John Kenneth Galbraith: Su vida, su política, su economía” escrita por Richard Parker (no la veo traducida), su figura se ha revalorizado y su influjo en economistas como Thomas Piketty es notorio.

Son memorias penetrantes y sagaces, siempre divertidas, sobre sus actuaciones públicas, como académico, asesor económico, colaborador en campañas electorales, embajador en la India. JKG habla poco o nada de los asuntos en los que no interviene por cruciales que éstos fueran en su época: el macartismo, Nixon o Kissinger. Si él no estaba, no hay tema. Aunque reconoce algunos errores, en general se enorgullece de haber acertado: en la India, se atribuye el mérito de haber evitado una guerra con China. Sus mordaces observaciones sobre los personajes que trató, sus críticas a los procedimientos políticos y militares no tienen desperdicio. De los estrategas del Departamento de estado y los militares dice:
Por otra parte, yo había llegado a entender la mentalidad global washingtoniana, o sea la geopolítica o estratégica, como la llaman también a veces. Es la que mueve a cierto tipo de estadistas existentes hasta la fecha, a quienes debería prohibírseles la contemplación de un mapa. Cuando lo hacen y ven África, Asia o Latinoamérica —Angola, Etiopía, el Cuerno de África, Irán, Afganistán, Nicaragua, Cuba— sólo preguntan quién tiene el control ahí.

Para ilustrar la propensión escatológica de Lindon B. Johnson, JKG explica que, alarmado por un posible final trágico, había intercedido por Papandreu cuando éste fue detenido por los coroneles griegos y recibió una llamada de Nicholas Katzenbach, el subsecretario de Estado, en que le transmitía un mensaje del presidente:

«Llame a Ken Galbraith y dígale de mi parte que he ordenado a esos bastardos griegos que soltaran al hijo de perra ese, como se llame.»
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