Título original Portraits from memory and other essays.
Traductor Manuel Suárez
Páginas 190
Idioma Español
Publicación 1956 (1960)
Editorial Aguilar
Esta entrada me sirve de escusa para rendir un
pequeño homenaje a mi principal maestro y responsable de la evolución de mi
exiguo bagaje intelectual.
De joven leí mucho a Russell y más adelante
recurría a él en momentos de confusión; actuaba para mi cerebro como un
reparador de disco duro: desfragmentaba, limpiaba, ordenaba los archivos y
dejaba espacio libre para que circulara el aire. En la terminología de entonces
(años setenta) era como cambiar filtros, aceite y hacer bujías: las ideas
lubrican mejor. O como esas dietas a base piña que, dicen, depura el organismo.
Pues eso; nada como una dieta Russell para desintoxicar la mente. He buscado un
sustituto actual y, hasta ahora, no he tenido éxito. En mi juventud me interesé
por la escuela de Francfort (Adorno, Marcuse, Horkheimer y algún otro) y hasta
por algunos marxistas que hoy me parecen indescifrables, como Althusser y Marta
Harnecker o filósofos de la ciencia como Khun y Lakatos. Tenía la curiosidad y
las energías necesarias para meterme
en esos berenjenales, aptitudes de las ahora carezco.
Debo reconocer que no es fácil librarse del virus
filosófico cuando uno lo ha padecido y, en los últimos años, he intentado ver
que se cuece en los alambiques del Pensamiento. Éste es el resultado: en
general, meto las narices y salgo disparado.
La filosofía continental (Heidegger, Ricoeur,
Beuchot, Baudrillard, Deleuze, Derrida), ni probarla: vaga, oscura, retorcida.
Tiene demasiados padres, discípulos, intérpretes, reintérpretes (intérpretes de
los intérpretes). Creo que un autor debe saber interpretarse a sí mismo y estar
al alcance de un lector voluntarioso de cultura media. Si no lo hace, es porque
no quiere o no sabe.
Y qué decir de la filosofía analítica (Davidson, Putnam, Nozick, Searle), perdida en los
meandros del lenguaje y buscando los pedazos de la realidad que dinamitó
Wittgenstein (no se si el primero, el segundo o el undécimo). Como muestra un
botón:
Hempel da un ejemplo del principio de inducción.
Propone como teoría ("Todos los cuervos son negros". (…)Ahora bien,
la afirmación "todos los cuervos son negros" es equivalente en lógica
a la afirmación "todas las cosas no-negras son no-cuervos") Si queréis
ver lo que esto da de si http://plato.stanford.edu/entries/hempel/
. En fin, a quien le guste la gimnasia mental y los juegos de palabras, ya
sabe…que lea a los analíticos. Yo cada vez estoy más convencido de lo que dijo Stefan
Kanfer:
“La filosofía se ocupa de dos clases de temas:
las cuestiones resolubles que son triviales, y las importantes que no tienen
solución.” (Yo añadiría que hasta las triviales las vuelve irresolubles)
Desde el Russell de mi juventud, los que más han
contribuido a mi visión del mundo son los neodarwinistas, en especial Daniel
Dennett, un filósofo muy estimulante y con su punto de ironía.
Pero volvamos al maestro Russell. Su “Historia de
la filosofía occidental” sigue siendo, a mi modesto entender, la mejor guía
para internarse en la materia: claro, irónico y muy atento al marco histórico
en que se desarrolla el pensamiento. Lástima que solo llega a hasta John Dewey
y los primeros analíticos. A. J. Ayer en “La filosofía en el siglo XX” pretende
continuar la historia de Russell pero reconoce que “no podía mejorar su
intento” en sus incursiones en la historia social y política que, para mi, es
uno de los atractivos principales del trabajo del maestro. A sus “incursiones
en la historia social” le debo el descubrimiento de Edward Gibbon y su inmensa
“Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano”, otro de mis libros de
cabecera, del que sólo existía la infecta traducción de José Mor Fuentes (realizada
a finales del siglo XIX en in incomprensible español arcaico), editada por
Turner en ocho tomos. Después conseguí una edición en inglés y otra en francés
que calmaron mis ataques de dislepsia provocados por el señor Mor Fuentes.
A los que quieran disfrutar de Russell les
recomiendo “La evolución de mi pensamiento filosófico. 1959” , libro ameno,
divertido y esclarecedor.
Retratos
de memoria y otros ensayos
“Me gusta la precisión. Me gustan los perfiles
acentuados. Odio la vaguedad nebulosa”, dice B. R., y yo, que lo comparto, y
deseo librarme de la vaguedad nebulosa en que me ha dejado la lectura de
“Amistades literarias” de Ford Madox Ford, decido releer el librito de Russell.
Recuerdo que algunos personajes de los que habla Ford también aparecen en
Retratos y me entra el gusanillo de comparar.
El libro tiene tres partes: Unos ensayos
autobiográficos, los retratos de grandes escritores que ha conocido y una
selección de ensayos muy representativos del pensamiento de Russell sobre temas
variados.
Habla del temor
a la muerte con una bonita metáfora:
“Una
existencia humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente
limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y
arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las
márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún
sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser
individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta
manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán
existiendo. Y, si con la decadencia de la vitalidad aumenta la fatiga, no será
mal recibido, entonces, el pensamiento de que está próxima la hora del descanso.”
Y si habla de la felicidad:
“En el
mundo moderno, si existen comunidades desgraciadas, es porque esas comunidades
lo quieren así. O, hablando con más precisión, porque están sometidas a
ignorancias, hábitos, creencias y pasiones, que son más queridas por ellas que
la felicidad e, incluso, que la vida.”
Su argumento pacifista a favor de la no
intervención en la P. G. M. y
permitir así la victoria de Alemania, es muy curioso. Dice que los alemanes de
Weimar no eran tan malos y se hubieran ahorrado muchas vidas en la Primera y evitado la Segunda.
Acostumbra a comenzar sus ensayos con un guiño irónico o humorístico. En cómo
envejecer dice “Mi primer consejo sería
que escogiesen ustedes sus antepasados cuidadosamente.”
En los “Retratos” hay personajes a los que
respeta (Shaw, Wells), por los que siente admiración (Conrad), afecto
(Whitehead), desprecio (D. H. Lawrence) o educada indiferencia (Santayana).
Siempre explica su disposición con claridad y sin tapujos.
De “El corazón de las tinieblas” de Conrad dice:
“Creo, aunque no sé si él hubiera aceptado
esta interpretación, que Conrad pensaba que la vida humana civilizada y moralmente
tolerable era algo así como un peligroso paseo sobre una delgada corteza de
lava recientemente enfriada, que en cualquier momento podía romperse,
precipitando al imprudente en las ardientes profundidades.”
De la obra de Santayana, que le parece más literato que filósofo:
“Me parece,
al leerle, que voy enterándome de cada frase casi de una manera sonámbula; pero que soy incapaz,
después de algunas páginas, de recordar de lo que trataban.” Y también: “El ropaje americano
con el que aparecen sus obras oculta algún tanto el carácter extremadamente
reaccionario de su pensamiento.”
En Espíritu
y materia dice;
“la
materia, como el Gato de Cheshire, se está haciendo cada vez más diáfana,(…) El
espíritu, por otro lado, (…)empieza a suponerse, cada vez más, que es sólo un subproducto
trivial de determinados tipos de condiciones fisiológicas.”
Cree que los historiadores deben tener talento
literario y nos recuerda a Gibbon y Trevelyan. Sostiene que “Un estilo carece de calidad si no es la
expresión íntima y casi involuntaria de la personalidad de un escritor y, aun
entonces, sólo tiene calidad, si la personalidad del escritor vale la pena de
ser expresada.”
Nos ofrece sus reglas básicas para escribir bien,
tan sencillas como fáciles de olvidar:
“Primero:
si basta una palabra corta, no emplear una larga. Segundo: si se quiere emitir
un juicio con muchas
especificaciones, pónganse algunas de éstas en frases separadas. Tercero: no
hacer que el principio de la frase induzca al lector a esperar algo que se
contradiga al final de ella.”
Nos habla de los peligros del lenguaje común, de
la diferencia entre conocimiento y sabiduría, defiende el pensamiento claro:
“Las
palabras ejercen dos funciones: por un lado, expresan hechos, y, por otro,
despiertan las emociones. Esta última es su función más antigua y es llevada a
cabo por los animales mediante chillidos que constituyen el antecedente del
lenguaje. Uno de los elementos más importantes del paso de la barbarie a la
civilización es la creciente utilización de las palabras con el fin de indicar,
en lugar de excitar; sin embargo, en política, se ha hecho poco en esta
dirección.”
Y termina con los temas que le obsesionaron: los
peligros de un conflicto nuclear y cómo avanzar hacia la paz. ¿Qué diría de la
escalada del terrorismo islámico?.
Una visión global e integradora de los asuntos
humanos, expresada con claridad y admirable chispa irónica. Pueden cuestionarse
sus certezas, pero sus dudas eran las correctas. Una buena introducción a
Bertrand Russell que se lee con admiración y una sonrisa en los labios. Un 10.
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