Título original: Ammazzando il tempo (Un’ autobiografia)
Paul Feyerabend, 1994
Traducción: Fabrián Chueca
Páginas: 216
Editorial Debate
Por cada libro terminado y reseñado hay siete u ocho
empezados que se quedan en la cuneta; unos no colman mis expectativas, para
otros no es su momento. Sabes lo que te pide el cuerpo, te pones a ello, hincas
un diente aquí y otro allá, y nada, que no entran. El pasado mes de abril batió
el récord de abandonos de los últimos años con solo un libro reseñado. El
cuerpo me pedía algo que me hiciera pensar sin caer en la perogrullada o el galimatías.
Pruebo con la filosofía del derecho, dos libros de Ronald Dworkin y uno de Michael
Walzer. Dworkin empieza claro y cristalino (muy interesante su teoría de la
interpretación), pero se enturbia en la defensa de la moral universal. Walzer,
su opuesto, se mete de cabeza en un galimatías. Algo aturdido por la triple
dosis de filosofía del derecho, busco aliviarme con un poco de cachondeo y cojo
“Los hermanos sisters” de Patrick deWitt,
un hibrido entre Cormac McCarthy y Twain, no está mal, pero no es el momento.
Vete al original -me digo- y le meto mato a los “Cuentos completos” de Mark Twain; leo algunos y me lamento de
no tener el “Huckleberry Finn” en catalán. ¿Y unas memorias? Vale, le doy un
buen viaje (unas 200 páginas) a “Hitch-22” de Christopher Hitchens, rotundo y panfletario (él lo reconoce y mi no
me desagrada), pero me cansa su largo itinerario de activista progre. Quizá lo
termine…, en otro momento. Hitch me trae a las mientes a Jean-François Revel (la relectura como último recurso) y me calzo
unas 150 páginas de su “El conocimiento inútil”. Revel es un tipo listo, de
verdad, pero me cansa su anti-izquierdismo militante, y me recuerda a Raymond
Aron del que lamento haber perdido sus “Memorias”. En modo relectura, me rio
durante unas 200 páginas con “Les aventures del bon soldat Svejk” de Jaroslav Hašek. Genial, pero ya me lo sé
y ni leerlo en catalán me anima a dedicarle unas 20 horas (con los libracos
gordos siempre calculo el coste en horas). El ingenio de Revel y Hitchens me
recuerda a uno de los más finos ensayistas contemporáneos David Foster Wallace y leo cuatro ensayos de dos de sus libros: tan
bueno que requiere dedicación exclusiva. Lo dejo para más adelante. Busco más
ensayistas de hoy y me topo con David
Sedaris y su moderadamente divertido “Cuando te envuelvan las llamas”; caen
tres o cuatro capítulos y dejo sus entretenidas extravagancias cotidianas para
otro día. Al estilo de Stephen King, “El Pasaje” de Justin Cronin es de esos novelones que, leídas 300 páginas, te das
cuenta de que todavía estas en la introducción. ¡Y es una trilogía! En fin, así
por encima, cuento unos 11 libros no terminados. Como diría Foster Wallace, es
como intentar escapar de una gran tormenta de aburrimiento.
Matando el tiempo.
Con tanto trajín no recuerdo como llego a “Matando el tiempo”, pero pronto intuyo
que me sentará bien. Paul Feyerabend fue el chico malo de la filosofía de la
ciencia. Su “Tratado contra el método”
(1970) reventó la fiesta de metodólogos como Popper, Kuhn o Lakatos, apelando a
la historia de la ciencia para demostrar que no hay reglas inalterables que
rijan el trabajo científico y abogando por el “principio de proliferación”, es
decir, trabajar con teorías en contradicción con el punto de vista generalmente
aceptado. Esta parte me parece inapelable. Me quedó claro después de leer la
divertidísima “Historia de la ciencia” de JohnGribbin de la que dije:
“Inspiración, tesón,
trabajo duro, azar y condiciones propicias, ocasiones perdidas, avances y
retrocesos, todo juega su papel en la apasionante historia de la ciencia y
Gribbin lo sabe trasmitir de manera deslumbrante.”
El “anarquismo epistemológico” de Feyerabend describe la
historia del progreso científico. La ciencia avanzó sin método sencillamente
porque no había método. Newton dedicó más tiempo a la alquimia y los estudios
bíblicos que a la física y se obstinaba en mantener en secreto sus descubrimientos.
Creo, modestamente, que un método abierto a la imaginación y a los saltos de
paradigma puede funcionar. Hawking “saltó” a la termodinámica para probar que
los agujeros negros podían estallar. El relativismo cultural, que también
defendió nuestro chico malo, es otra cosa: nadie recurre a un astrólogo para
reparar el coche o al vudú para diseñar un avión. El progreso científico no
garantiza el progreso social, pero lo facilita.
No comparto muchas de sus ideas, pero pienso que todas las
ciencias, naturales, humanísticas y sociales, necesitan un Feyerabend que, de
cuando en cuando, haga una gran poda y, libres de hojarasca y ramas secas,
puedan crecer más fuertes, más sanas.
Feyerabend apenas pudo terminar su autobiografía paralizado
en un hospital a causa de un tumor cerebral. Con estilo claro, sencillo y
lacónico cuenta su infancia, su itinerario académico, su vocación frustrada por
el “bel canto”, sus cuatro matrimonios a pesar de su impotencia sexual o su
indiferente paso por la Segunda Guerra Mundial (pensó en afiliarse a las SS
porque le gustaba el uniforme). No fue un tipo con grandes afectos familiares.
De su padre dice: “Éramos amigos, o algo
así, pero no muy íntimos; yo estaba demasiado centrado en mis cosas y demasiado
inmerso en mis asuntos. Me había trasladado ya a California cuando me enteré de
su última enfermedad; no regresé ni asistí a su funeral.” Liquida grandes
traumas familiares de un plumazo: “Cuando
su padre se casó en segundas nupcias, intentó hacer el amor con su madrastra,
María. Él pensaba que ésa era la función normal de una madre, pues al parecer
la tía Pepi había hecho el amor con él.”
Describe su infancia (una pesadilla dantesca para
cualquiera) con fría y lapidaria distancia: “El tío Rudolf estaba casado con una enorme mujer checa a la que le
encantaba contar cotilleos de doncellas desfloradas, niños abortados, maridos
cornudos y parientes ladrones. Tenía una cara siniestra y un bigote
considerable, y comenzaba a hablar en checo cuando las historias subían de
tono. Un día se le olvidó. Contó a mis padres que un conocido nuestro había
seducido a una conocida, y que la dama, que al parecer era virgen, había
perdido «baldes de sangre»”. Los recuerdos infantiles terminan con el suicidio
de su madre.
Luego habla de la escuela secundaria, la guerra (una bala lo
dejó impotente), la universidad, la carrera académica en varias universidades,
la gestación y el éxito polémico de “Tratado contra el método”, los cuatro
matrimonios y numerosas aventuras sexuales a pesar de su impotencia: “Cuando terminaba en la cama, ya fuera por
accidente, por desgracia o porque mis deseos podían más que yo, prestaba una
atención especial a cada movimiento que veía y a cada sonido que escuchaba, e
intentaba dar satisfacción por medios diferentes del procedimiento estándar
(suponiendo que haya un procedimiento estándar), Al parecer tuve éxito, al
menos en algunas ocasiones.”
El laconismo casi esperpéntico y la distancia emocional con
la familia, la guerra, los amigos y colegas, y con su propia obra, marcan la vida
de Feyerabend; distancia que se acorta en sus días finales: “Grazia está conmigo en el hospital, lo cual
es una gran alegría, y llena de luz la habitación. En cierto modo estoy
preparado para partir, a pesar de todas las cosas que todavía me gustaría
hacer, pero en otro sentido estoy triste por dejar este hermoso mundo,
especialmente a Grazia, a quien me habría gustado acompañar durante unos años
más.”
La autobiografía termina en el hospital acompañado por Grazia
Borrini, su cuarta mujer, con la que esperaba vivir una cálida y tranquila
vejez. No está mal para un personaje que, de niño, a la típica pregunta de “que
quería ser de mayor”, contestó que quería ser “jubilado”.
No quiero olvidarme de la estupenda introducción a la vida y
obra de Feyerabend a cargo de Sánchez Ron.
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