Título original: A life in our times (1981)
Traducción: Jose Antonio Bravo
Grijalbo (1982)
Páginas: 614
Por aquí, las decisiones de relectura funcionan así: en la
biografía de Schumpeter leo algo sobre Galbraith y recuerdo sus divertidas
memorias que leí hará unos 25 años. Je, je, ¡que buenas! Pienso. Y ahí queda,
pero el anzuelo está echado. Al cabo de unos días, en uno de esos libros que
leo en diagonal y no reseño por respeto al autor, me sonrío ante esta cita:
“En una ocasión, uno de sus seguidores le gritó: «¡Gobernador Stevenson, todas las personas
razonables estamos con usted!». Adlai Stevenson replicó: «No es suficiente. Necesito tener mayoría».
El libro es “El mito
del votante racional” de Bryan
Caplan (muy ingenioso, por cierto) y la cita es de Scott Simon. Adlai
Stevenson…, Adlai Stevenson… ¿De qué me suena? ¡Pero si fue un candidato
demócrata a unas presidenciales de los años 50 en cuyas campañas colaboró
Galbraith! Y el pez -yo-, ha picado. Busco las “Memorias” en mi biblioteca y
nada. Prestado, perdido en un traslado…, A cada bugada es perd un llençol. Me
lo pido al Bibliobús (mi Amazon particular) y me lo zampo en tres días. Pero
una cosa lleva a otra y resulta que leer a Galbraith me despierta dos
tentaciones: releer la biografía de Keynes, su maestro, que escribió Skidelsky
y “La era de Roosevelt” la gran trilogía histórica de su amigo Arthur
Schlesiger Jr. Así funciono, tirando de hilos. Unos se pierden y otros no.
JKG fue un hombre autosatisfecho, irónico y sagaz que en su
larga y activa vida pública lo pasó bien y quiere que el lector lo pase bien
leyendo sus memorias. Lo quiere y vaya si lo consigue. Posiblemente sean las
memorias más divertidas escritas por un intelectual-político del siglo XX.
En 1945 dirigió un equipo de economistas para investigar los
efectos de los bombardeos en la economía de guerra alemana. Interrogó a varios
cabecillas nazis entre los que estaban Goering y Albert Speer. Su informe
negaba la eficacia de los bombardeos y fue silenciado. Sobre las bombas
atómicas en Japón, dice que fueron innecesarias ya que los japoneses habían
decidido previamente su rendición.
Antes había colaborado con el gobierno de Roosevelt
trabajando como segundo de Leon
Henderson en la Oficina de Administración de Precios durante la guerra.
Luego colaboró en las campañas electorales de varios candidatos demócratas: Adlai
E. Stevenson, John F Kennedy i Lyndon B. Johnson. Su desacuerdo con la guerra
del Vietnam lo fue apartando de la política y dispuso de más tiempo para
dedicarse a escribir libros de divulgación económica.
Como economista, fue un keynesiano tocado por el
escepticismo socarrón de Veblen. En sus dos obras más importantes, “La sociedad
opulenta” y “El estado industrial”, puso de relieve el poder de las grandes
corporaciones y de la tecnocracia sobre el mercado y la política. En su paso
por “Fortune”, aprendió, de la mano de Harry
Luce, a utilizar un lenguaje claro para llegar al gran público:
“En los escritos sobre
economía me ha ayudado mucho la convicción de que no hay en ese dominio ninguna
idea que no pueda ser expresada en lenguaje común y corriente, aunque ello
exija algún esfuerzo. La oscuridad que caracteriza a la prosa económica
profesional no deriva de la dificultad del tema. Es consecuencia de un
pensamiento no del todo madurado; o bien refleja el deseo del iniciado de
elevarse por encima del vulgo; o también puede ser debida a temor de que se
descubran sus insuficiencias. Para el equivocado no hay mejor defensa que
carecer de lectores, o, si los tiene, que no le entiendan.”
Enseñó en Berkeley, fue a Cambridge para conocer al maestro
(Keynes), con el que no coincidió. Princeton no le gustó. Enseñó en Harvard donde
conoció a Tausik que “era la
contrapartida norteamericana de Alfred Marshall” y que fue el mentor de Schumpeter al que Galbraith también
trató y del que dice “aceptaba el capitalismo tal como es, y Io consideraba una
fuerza de cambio y progreso.” La adscripción al marxismo de Paul M. Sweezy o Paul A. Baran no era obstáculo para cultivar su amistad de la que
hace gala.
No se muestra muy satisfecho de su labor como profesor:
“Más de una vez, los
estudiantes me preguntaron muy molestos si no iba a ser la versión del texto, y
no mis correcciones, lo que se pediría en el examen. Y si era así, ¿para qué
confundirles con la verdad?”
Critica el elitismo político del núcleo dirigente al que
llama “sacerdocio secular”:
“Hay que empezar por
describir una institución vital, aunque muchas veces mal comprendida, de la
democracia moderna. Se trata del Sacerdocio Secular. Así como el clero
religioso es el mediador entre Dios y el hombre, su contrapartida secular media
entre el hombre y lo desconocido.
Existen importantes
zonas de los asuntos públicos en donde la gente en general, y sus legisladores,
están de acuerdo en que los problemas son tan complicados o abstrusos que nadie
puede tener la esperanza de llegar a entenderlos. Así pues, hay que delegar en quienes
por conocimientos, experiencia, ignorancia o petulancia han llegado a convencerse
y convencer a otros de que sí los entienden. Ésos forman el sacerdocio secular.
Como la perpetuación de un sentido de misterio es una fuente de poder para todo
grupo sacerdotal, los miembros de éste practican con regularidad un estilo de
comunicación ignoto, en donde no puede penetrar ningún profano. Las operaciones
del Sistema de la Reserva Federal y las del Pentágono, como todos deberíamos
temer y lamentar, y la dirección de la política exterior, son los reductos más
fuertes del sacerdocio secular. En estos sectores resulta más fácil convencer
de su ignorancia a la opinión pública y a sus representantes. De ahí la
delegación de poder.
No es necesario, ni
siquiera corriente, que los miembros del grupo sacerdotal conozcan las
consecuencias finales de cualquier decisión: sea ésta una intervención o una
innovación militar, el cambio de los tipos de interés del Banco central o el
apoyo o no del gobierno estadounidense a algún dictador. De los demás, nadie
sabe nada tampoco, y lo mismo que ocurre con la justicia celestial, les queda
el consuelo de creer que alguien sabe. Una bien cultivada apariencia de
seguridad por parte del grupo sacerdotal en su conjunto, combinada con la falta
de introspección de cada uno de sus miembros en cuanto a las propias
limitaciones, tienden a reforzar mucho la confianza del público.”
Fue menospreciado por
los ortodoxos a los que él descalificaba como irrelevantes. Desde la publicación
en el 2004 de su biografía “John Kenneth Galbraith: Su vida, su política, su
economía” escrita por Richard Parker
(no la veo traducida), su figura se ha revalorizado y su influjo en economistas
como Thomas Piketty es notorio.
Son memorias penetrantes y sagaces, siempre divertidas, sobre
sus actuaciones públicas, como académico, asesor económico, colaborador en
campañas electorales, embajador en la India. JKG habla poco o nada de los
asuntos en los que no interviene por cruciales que éstos fueran en su época: el
macartismo, Nixon o Kissinger. Si él no estaba, no hay tema. Aunque reconoce
algunos errores, en general se enorgullece de haber acertado: en la India, se atribuye
el mérito de haber evitado una guerra con China. Sus mordaces observaciones
sobre los personajes que trató, sus críticas a los procedimientos políticos y militares
no tienen desperdicio. De los estrategas del Departamento de estado y los
militares dice:
“Por otra parte, yo
había llegado a entender la mentalidad global washingtoniana, o sea la
geopolítica o estratégica, como la llaman también a veces. Es la que mueve a
cierto tipo de estadistas existentes hasta la fecha, a quienes debería
prohibírseles la contemplación de un mapa. Cuando lo hacen y ven África, Asia o
Latinoamérica —Angola, Etiopía, el Cuerno de África, Irán, Afganistán,
Nicaragua, Cuba— sólo preguntan quién tiene el control ahí.”
Para ilustrar la propensión escatológica de Lindon B.
Johnson, JKG explica que, alarmado por un posible final trágico, había
intercedido por Papandreu cuando éste fue detenido por los coroneles griegos y
recibió una llamada de Nicholas Katzenbach, el subsecretario de Estado, en que
le transmitía un mensaje del presidente:
«Llame a Ken Galbraith
y dígale de mi parte que he ordenado a esos bastardos griegos que soltaran al
hijo de perra ese, como se llame.»
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