Título original The swerve: How the world became modern
Traductor Joan Rabasseda | Teófilo de Lozoya
Páginas 328
Idioma Español
Publicación 2011 (2012)
Stephen Greenblatt en “El giro” nos propone un
apasionante viaje que empieza con la historia del libro en la antigüedad; la
destrucción, borrado y reescritura en la Edad
Media (palimpsesto); el Renacimiento y los cazadores de
libros con Petrarca a la cabeza; el descubrimiento de la única copia existente
del libro de Lucrecio “De rerum natura”; y, desde entonces, su influencia en
los pensadores más brillantes (siempre heterodoxos) hasta el siglo XIX.
Muchos lo combatieron (Tomás Moro), algunos lo
cogieron con pinzas (Erasmo), a otros los sedujo y lo pagaron con su vida
(Lorenzo Valla y Giordano Bruno). Su influencia llega hasta Freud y Einstein.
Mención especial merece Montaigne, que en sus “Ensayos” cita hasta cien veces a
Lucrecio:
“Montaigne
tenía en común con Lucrecio el desprecio por una moralidad impuesta por una
serie de pesadillas acerca del más allá; insistía en la importancia de los
sentidos y en las evidencias del mundo material; le desagradaban profundamente
la mortificación ascética y la violencia contra la carne, aunque fueran
autoinfligidas; y valoraba como un tesoro la libertad y la satisfacción
interior. Al afrontar el miedo a la muerte, Montaigne tiene influencias del
estoicismo y del materialismo de Lucrecio, pero es este último el que constituye
su guía principal, que lo lleva a la exaltación de los placeres carnales.”
En 1989 se descubrió un ejemplar (la magnífica
edición de Denys Lambin del De rerum
natura, de 1563) marcada y anotada por Montaigne, sobre todo los pasajes
que iban contra la religión y la inmortalidad del alma. Esas notas muestran un
Montaigne secreto más radical y contundente. ¿Cuántos hicieron lo mismo?
¿Y Thomas Jefferson?:
“Thomas
Jefferson poseyó por lo menos cinco ediciones latinas del De rerum natura, así
como traducciones del poema al inglés, al italiano y al francés. Era uno de sus
libros favoritos, pues confirmaba su convicción de que el mundo es únicamente
la naturaleza y de que la naturaleza está compuesta solo de materia. Más aún, Lucrecio contribuyó a formar la confianza
de Jefferson en que la ignorancia y el miedo no eran componentes necesarios de la existencia humana.”
«Yo», decía Jefferson en una carta a un
corresponsal que deseaba saber cuál era su filosofía de vida, «soy un
epicúreo.»
Greenblatt deja claro que el problema con Epicuro
y Lucrecio no era su paganismo –Platón y Aristóteles eran paganos-, la
verdadera bomba de relojería era su atomismo, del que derivaba el naturalismo,
los derechos del cuerpo y de la vida contra los del alma, la ética de promover
la felicidad y evitar el sufrimiento, la negación de una vida después de la
muerte y, por lo tanto, entender la filosofía como una celebración de la vida
en lugar de resignarse a sufrirla para preparar una inexistente vida eterna
mejor. Era barrer de un plumazo los miedos en que se apoya el poder político y
religioso.
Epicuro escribió más de 300 libros de los que
sólo se conservan pequeños fragmentos que apenas llenan 100 páginas, y la
mayoría proviene de otros escritores que lo citaban para criticarlo. Parece que
la desaparición de sus obras interesó a muchos. El mismo Hegel reconocía que su
obra hubiera puesto en aprietos a muchos filósofos cuando dijo: “las obras de
Epicuro no han llegado hasta nosotros, y a la verdad que no hay por qué
lamentarse. Lejos de ello, debemos dar gracias a Dios de que no se hayan
conservado; los filósofos, por lo menos, habrían pasado grandes fatigas con
ellas”.
“El giro” es una obra histórica de gran fuerza y colorido
que, siguiendo las vicisitudes de Poggio Bracciolini, el gran
cazador de libros renacentista, nos deslumbra con el apasionante relato de la
recuperación de las enseñanzas de Epicuro, a través de su discípulo romano
Lucrecio, nos explica el contenido de “De rerum natura” y su influencia en el pensamiento
disidente con el cristianismo. Las brillantes descripciones de los talleres de
copia en los conventos medievales, recuerdan las mejores páginas de “El nombre
de la rosa” de Umberto Eco. El relato de la pornocracia papal renacentista,
trae a la memoria lo mejor de “La cultura del Renacimiento en Italia” de Jacob
Burckhardt. Y los detalles de la caótica y palpitante vida cotidiana de
Florencia o Roma en el siglo XV, evocan las brillantes páginas de “Un espejo
lejano” de Barbara Tuchman.
Es una de esas obras de historia que, hace años,
me llevaron a la conclusión que no necesitaba la novela histórica para pasarlo
bien aprendiendo.
Matt Ridley, en su libro “The evolución of Everyting” se lamenta
de haber descubierto a Lucrecio con más de sesenta años, gracias a Greenblatt y
su libro “El giro” al que califica de maravilloso. También se duele de los años
perdidos en la escuela oyendo hablar, de manera insistente, de los lugares
comunes sobre Jesucristo o Julio César, en lugar de hablarle de Lucrecio. Cita
a Santayana cuando dice que la noción de Lucrecio de la mutación incesante de formas compuestas de sustancias indestructibles
era «la idea más grande que se le ha ocurrido nunca a un ser humano». Y termina
diciendo que si los cristianos no hubieran suprimido a Lucrecio, seguramente
habríamos descubierto muchos siglos antes el darwinismo.
Ridley rinde homenaje a Lucrecio encabezando cada
uno de sus capítulos con una cita de “De rerum natura”, escrita por el
poeta-filósofo en el siglo I A. de C. y de de la que Poggio Bracciolini, el
gran cazador de libros renacentista, descubrió una copia perdida en un
monasterio alemán en 1.414. Su amigo Niccolò Niccoli hizo una copia que se
guarda en la Biblioteca
Laurenziana de Floréncia. La copia del convento alemán de
Fulda, como no, se ha perdido.
La historia de los libros perdidos, destruidos o
quemados es escalofriante. ¿Los culpables?: la ignorancia, la desidia y los
fanatismos políticos o religiosos. Creo que del siglo XVIII hacia atrás, no se conserva
ni el 1% de lo escrito; y me temo que lo perdido es lo mejor. Quien quiera
deprimirse ante el panorama histórico de la destrucción de libros puede leer la
exhaustiva “Historia universal de la destrucción de libros” de Fernando Báez o, si prefiere sólo sufrir mareos, la
interminable lista de esta página https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_book-burning_incidents
Esta cita de Feijoo es esclarecedora:
“En el
siglo en que vivió Enrique de Villena apenas habría teólogo, que abriendo un
libro donde hubiese algunas figuras geométricas, no las juzgase caracteres
mágicos, y sin más examen le entregase al fuego... un francés, llamado Genest,
viendo un manuscrito donde estaban explicados los Elementos de Euclides, por las
figuras que tenía se imaginó que era de nigromancia, y al momento echó á correr
despavorido, pensando que le acometían mil legiones de demonios, y fue tal el
susto, que murió de él.”
Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, Obras
escogidas, 1863, p. 317-8
Pero ésta de Greenblatt es sobrecogedora:
“Con la
excepción de los fragmentos de papiro medio achicharrados que se han recuperado
en Herculano y en otro depósito de fragmentos descubierto en un montón
apelmazado de desechos en la antigua ciudad egipcia de Oxirrinco, no ha llegado
a nuestras manos ningún manuscrito contemporáneo del antiguo mundo
grecorromano. Todo lo que poseemos son copias, en su mayoría pertenecientes a
épocas, culturas y lugares muy alejados de los originales. Y esas copias
representan tan solo una pequeña parte de la producción de los autores de la Antigüedad, incluso de
los más célebres. De las ochenta o noventa tragedias de Esquilo únicamente se
han conservado siete, y de las casi ciento veinte de Sófocles también han
pervivido solo otras siete; Eurípides y Aristófanes no han corrido mucha mejor
suerte: del primero han llegado a nuestras manos dieciocho de sus noventa y dos
obras, y del segundo once de un total de cuarenta y tres.
Y estos han
sido los casos de mayor éxito. De muchos otros autores famosos en la Antigüedad ha
desaparecido sin dejar rastro prácticamente toda su producción. Científicos,
historiadores, matemáticos, filósofos y estadistas han dejado tras de sí
algunos de sus grandes logros —la invención de la trigonometría, por ejemplo,
el cálculo de la posición por referencia a la latitud y a la longitud, o el
análisis racional del poder político—, pero sus libros han desaparecido. El
infatigable erudito Dídimo de Alejandría se ganó el apodo de «Calcéntero»
(literalmente «Tripas de Bronce») por escribir una obra que ocupaba más de tres
mil quinientos libros; todos ellos han desaparecido excepto unos cuantos
fragmentos. A finales del siglo V e. v. un ambicioso editor de obras literarias
llamado Estobeo compiló una antología de prosa y poesía de los mejores autores
del mundo antiguo: de sus mil cuatrocientas treinta citas, mil ciento quince
corresponden a obras perdidas en la actualidad.”
Leed y disfrutad esta deslumbrante historia, Yo
le pongo un 10.
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